Veinte años de la caída del Muro de Berlín

Yo no estuve allí, que se sepa. Pero lo viví con la intensidad con que se viven los cambios históricos y la generación de la Transición sabemos mucho de eso. Y las que estudiamos Historia también, sobre todo porque te das cuenta de los hitos, esto es, de aquellos acontecimientos que tendrán derecho a figurar en las pocas líneas que, al final, sintetizan un siglo, cien años, una miseria en el marco de la evolución que se inició hace más de dos millones de años.

Un muro que cayó y otros que se levantan: México, Ceuta, Gaza… La muralla china, la muralla de La Carisa, las murallas romanas, la Maginot y la Maginot cantábrica. Muros de la vergüenza, de los lamentos. Todos los países, todas las épocas levantaron murallas. Murallas que aíslan, que separan, que ¿protegen? Muros de piedra que se yerguen recordando en su derrumbe que nada cambia, que nuestra esencia permanece cuando el tiempo huye, escapa de esa prisión de los días a que queremos someterlo.

No creo en las banderas, las fronteras, las religiones, los muros. Nada es mejor ni peor, malo ni bueno a uno u otro lado. Son sólo jaulas. Y nosotros, las personas, aves sin plumas con ansias de volar, como hicieron ya los primeros moradores que cruzaron desde África, nos vemos encerradas siglo tras siglo, prisioneras de una u otra banda, atacadas en uno u otro frente. Y con gusto. Si fuéramos conscientes de nuestra insignificancia y, a la par, de la grandeza de estar vivos, nos ocuparíamos tan sólo de apurar en paz la copa de la sangre que corre por las venas, los escasos segundos que nos tocan del calendario cósmico de Sagan. Aunque tal vez llevemos la destrucción como la muerte, dentro. Abre la muralla.