Pese a las bellas imágenes que ofrece a nuestra vista, el Danubio es una inmensa tubería de aguas fecales y residuos químicos que recorre Europa hasta afluir en la cloaca el mar Negro. Una red de vertidos industriales y detritus humanos sin filtro ni control, una sórdida venganza contra Natura. Al finalizar su recorrido, haciendo pasillo entre Ucrania y Rumanía, el agua del Danubio es veloz, densa, oscura, turbia… si alguien osara beberla, casi podrían masticarse sus partículas. Y, sin embargo, el agua es la vida en sus orillas y de ella viven todos aquellos que no tienen otro medio de vida, que son muchos. Ahora que la venenosa marea roja procedente de Hungría amenaza desembocar en él, recuerdo a los amigos que allí hicimos –alguno será homenajeado en “Operación Drácula”, ya sabéis, la novela de estas Navidades, un minuto para la publicidad-. Cristian miraba al río y los peces lo llamaban; para él, que había recorrido Europa montando hipermercados en los tiempos de bonanza, que había dejado en algún lugar de Galicia mujer e hija, abocado por la crisis al paro y la existencia más precaria, el Danubio era su casa, su trabajo, su familia. Una vez explotada la burbuja artificial, sólo el río le ofrecía cobertura, subsistencia, supervivencia…tan frágil, eso sí, como el hilo de sus cañas. He hablado con él y lo lamenta, llora, una vez más, por la vida que se acaba…
Yo me pregunto cuánto soportará Gea, Gaia, el planeta Tierra, nuestra contaminación abusiva, la expoliación de los recursos, las quemas, los vertidos, las emisiones mortíferas. Y él me contesta que seguramente más que la destructiva raza humana que la habita. Quedamos en silencio. Sin palabras. Y adivino, en el curso de su rostro quebrado, envejecido, una furtiva lágrima.
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