El 31 de diciembre nació David, mi cuarto sobrinieto. El 1 de enero murió Jesús, un amigo de la infancia. Nacimiento y defunción, vida y muerte en un plazo de 24 horas. Un año acaba y otro empieza. Sonrisas y lágrimas, dicha y desdicha. Motivo de reflexión, pensamientos que vienen y van sobre la existencia y el flujo del tiempo, ese hilo débil que nos ata con aro de hierro, haciéndonos creer que somos inmortales y no material perecedero con fecha de caducidad, aunque no venga escrita en la solapa.
Como todas las Navidades, la ciudad se pobló de leyendas urbanas, asturianos por el mundo, amigas y amigos que vuelven a casa desde Chile, Brasil, Finlandia, Inglaterra, Barcelona, Madrid, Toledo… Ya han regresado y dejando tras de si el sabor de las risas y los besos, el calor de los abrazos, las emocionadas palabras del reencuentro, las promesas de no olvidarnos nunca, de volver a vernos.
Vaivén de cometas que surcan el cielo de recuerdos, de sueños, estelas invisibles de nuestro tránsito fugaz por este planeta, tan diminutos en el Universo como una bacteria. Cada día algo nace y muere dentro de nosotros y, aún sabiendo que aquí nadie queda, nos vestimos de esperanza en la mañana fría y abrimos la ventana: mientras respiremos, seguimos vivos y cada bocanada de aire es un regalo de la naturaleza. Ensancha tus pulmones, disfruta y celebra cada instante, cada paso en la Tierra.
2 comentarios:
has conseguido que me emocione..otra vez...
¡Y lo perguapu que ye esi neñu!
Pero que bien escribes, Pilar. Me muero de envidia.
Un abrazo
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