viernes, 1 de noviembre de 2013

El diario de mi madre

Es ella, esa mujer serena, austera, templada en una posguerra plagada de dificultades que fue superando a medida que las enfrentaba. Su diario, las fotos, las cartas, los papeles… me estaban destinados en virtud de mi profesión. En cierta medida me he convertido en la guardiana de la memoria de la familia, desaparecidos ambos progenitores.

Leo y releo, hasta donde la nube de lágrimas me permite ver, el diario de mi madre. Es un Year Book de 1948, año en que lo empieza con motivo de su matrimonio y continuación de otro anterior perdido, del que solo copia la cita del día que mi padre apareció por su oficina para alquilar una bicicleta, recién llegado de Cuba. Había vuelto a Gijón a despedirse de la familia para ordenarse jesuita. La mujer que encabeza esta entrada trastocó sus planes por completo.

En el diario registra los acontecimientos de su vida: los nacimientos, viajes, cambios de domicilio, de trabajo, las muertes de los seres queridos, los logros y éxitos de su prole.  A veces se muestra feliz, otras esperanzada, muy pocas abatida. Siempre orgullosa de sus cinco hijos y he de confesarles que no entendí el amor de madre hasta que no tuve uno…

Mi madre conservó la lucidez hasta el último instante. Para su desgracia. Padecía una enfermedad circulatoria cuyos dolores no paliaba ni la morfina y, plenamente consciente, un pensamiento la atormentaba que hoy quiero compartir con vosotros: 

Cuando nuestra Laika se hizo vieja y empezó a sufrir ni una mínima parte de lo que yo estoy pasando, la llevamos al veterinario y le pusieron una inyección que la dejó dormida para siempre sin enterarse. ¿Por qué nadie tiene piedad de mí? ¿Dónde está la mía?

La pedías a todos, al médico, a mí... pero esa caridad no aplica a las personas. Con 88 años, tu tiempo se había acabado y nunca le tuviste miedo a la muerte, la deseabas para terminar con el inefable dolor que torturaba tus cansados miembros. Habías visto y vivido todo lo deseado, y la carcasa lacerada en que te habías convertido te resultaba ajena. Te seguías viendo como la mujer de esta foto y así quiero recordarte yo, así te conservaré para siempre, mamá.


Todo fue relativamente rápido, aunque el sufrimiento a ella se le hizo eterno y a mí el dolor de verla así, insoportable. Sólo pido, cuando mi hora llegue, el derecho a morir como un perro, el derecho a una muerte digna. Tan digna como la vida reflejada en el diario de mi madre.

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